CRUCERO POR HVAR Y BRAC (CAP. VIII)

Amanece en Croacia, en la costa de la Riviera de Makarska, en un pueblecito llamado Tucepi, a los pies del Monte Biokovo, en el hotel Varvodic, en la habitación Nº 14. Es la primera vez que suena el despertador de verdad, el que tiene la opción de silenciarlo. El angelito duerme y somos nosotros los que tenemos que despertarla, fue nuestra pequeña venganza por todos los días anteriores. Hoy nos espera un día de aventuras en el mar. Nuestro barco, sale de Makarska a las 8:30, pero a nosotros nos recogerá en el puerto de Tucepi a las 9 en punto. Aún así, nos recomendaron estar al menos con media hora de antelación. Preparamos el equipaje cuidadosamente para cargar con los mínimos bártulos posibles. Optamos por llevar la mochila potabebé, pero también el carrito por si acaso la niña quiere dormirse en el barco alguna siestecita. Armados hasta los dientes bajamos los 150 metros en vertical que nos separan de la orilla del mar y llegamos puntualmente al embarcadero. Durante la espera van llegando compañeros de viaje. A la hora acordada entra en el pantalán el “Makarski Jadran”.



Aunque somos de los primeros en subir, como el barco va a tope de pasajeros, acabamos compartiendo mesa con una familia de croatas que no hablaba absolutamente ni una palabra de inglés, ni cualquier otro idioma que podaudiéramos entender, así que pensamos que sería un viaje en el que haríamos pocas amistades, a bordo no encontramos ni un solo compatriota. El barco es un pesquero habilitado para su nuevo uso turístico y para nuestra tranquilidad es suficientemente amplio como para dejar el carrito sin que estorbase a nadie. Una vez ya ubicados y tranquilos la nave comienza su ruta.





El viaje es agradable, aunque cuando el barco alcanza velocidad casi salimos volando por el viento. La niña se comporta medianemente bien en este primer tramo, va entretenida con unos y con otros y nos hace mucha gracia que el “modelito” escogido por mamá para este día sea idéntico al uniforme de la tripulación. Durante 1 hora y ¾ navegamos rumbo a la isla de Hvar.



En el trayecto, los marineros comienzan a preparar la comida que degustaremos antes de nuestra primera parada. Primero nos dieron un café, luego un refresco, continuamos con vino y cerramos con un espectacular bufet cuya estrella eran unas sardinas inmensas (no sabemos exactamente qué pescado era) echas a la brasa. Yo repetí encantada, y eso que eran las 11:30 de la mañana. Creo que nunca antes habíamos almorzado tan temprano. El pescado estaba acompañado de una ensalada de col. Por cierto que éramos de los privilegiados que al viajar en la parte de abajo del barco nos servían la comida directamente en la mesa, mientras que los que viajaban en la parte superior debían hacer cola para coger los platos. Siempre hubo clases.



Vamos bordeando la costa hasta llegar a Jelsa, un pueblecito pequeño y tranquilo que visitamos en aproximadamente una hora. Como a nuestra niña le gusta ir a contracorriente, ya en tierra firme cae rendida, por lo que nosotros aprovechamos para ver tranquilamente la ciudad y hacer unas bonitas fotos de sus calles y disfrutar de su olor a lavanda. Esta isla es famosa por esta planta aromática que encontramos casi en cualquier rincón. Compramos unas bolsitas y unos botes de esencia como souvenir, y como ambientador para nuestra maleta en la que ya empieza a acumularse la ropa sucia.









Para amenizar el trayecto, la tripulación, y sobre todo, el capitán del barco, se esmeran en animar a los pasajeros con música, bailes, juegos... Los alemanes e italianos se atreven incluso a hacer la conga por todo el barco. Mientras tanto, nuestra niña duerme plácidamente, dejándonos una de las pocas treguas de toda la jornada. Entre bailes, risas y canciones curiosas (¿os imagináis escuchar la canción de la Macarena en pleno Mar Adriático?), llegamos a la isla de Brac. El barco nos deja en Bol, un pueblo como tantos otros, encantador, donde apetecía bañarse incluso en el propio puerto.



En esta zona de la isla el mayor punto de interés y de concentración turística es el llamado Cuerno de Oro, la playa de Zlatni Rat. Con la peque en la mochila echamos a andar pensando que el lugar se encontraba a 1 km. del puerto, pero el agradable paseo se convirtió casi en una carrera. Nos habían dado 3 horas para disfrutar de esta escala y queríamos aprovecharlas. La playa está invadida por bañistas. Apenas se ven huecos en la costa. Dicen que esta zona es como la Ibiza de Croacia, pero no puedo valorarlo porque no conozco las Baleares. Nos hicimos, no sin esfuerzo, un hueco en la playa y nos lanzamos directamente al agua, fría, pero, como consecuencia, refrescante, que bastante falta nos hacía. La niña vuelve a disfrutar de lo lindo en el mar. Aguas cristalinas, verde-azuladas, con pocas olas y muchas, muchas piedras. Menos mal que tenemos nuestras zapatillas mágicas.





Al salir del agua, la renacuaja quiso seguir mojándome y me regó literalmente. Buscamos una ducha, por la que tuvimos que pagar 7 kunas. Ya limpias y vestidas, dimos de comer al torbellino, que ya no quería estar en la mochila, y nosotros nos conformamos con una espectacular macedonia de fruta que venden a pie de playa (plátano, manzana, piña melocotón, guayaba, cerezas, kiwi...) una delicia que nos refrescó el camino de vuelta. Como íbamos apretados de hora optamos por tomar un trenecito cuya última parada es, precisamente, el puerto. Llegamos muy justos de hora, pero llegamos. Estoy convencida de que en más de una ocasión algún pasajero se ha quedado en tierra porque el barco zarpa a la hora acordada y no espera a nadie.

A las 16:30 partimos de Bol y comenzamos a surcar nuevamente el Adriático. El camino de vuelta lo hacemos bordeando la isla de Brac que nos regala unas panorámicas impresionantes. Vemos en el recorrido casas a las que solo se puede acceder en barco e incluso restaurantes solo visibles desde el mar. La peque nos deleita con todo su repertorio de lloros y quejas que intentamos sobrellevar turnándonos para pasearla por todo el barco. Desde arriba tenemos las mejores vistas.







Puntualmente llegamos a Makarska donde desembarca la inmensa mayoría del pasaje. El capitán se despide personalmente de cada uno de ellos. Nosotros continuamos media hora más para llegar a Tucepi. Como el barco ha quedado prácticamente vacío disfrutamos del viaje y de las vistas, con el valor añadido de que nuestra sirenita se ha quedado finalmente dormida. Las vistas de la costa son impresionantes. Desde el barco vemos nuestro hotel. Y un tripulante nos dice que esa casa antes era propiedad del dueño del barco que la vendió para comprárselo. Nosotros pensamos que fue un buen negocio y que salió ganando, porque el “Makarski Jadran” siempre va lleno.





Son las 19:00 está atardeciendo. Damos un paseo por la costa y finalizamos en el restaurante elegido el día anterior. Desde la mesa casi podemos mojarnos los pies y nos ameniza la cena el sonido de las olas rompiendo en la orilla.





Esta vez pedimos atún y Cepacivi (una especie de albóndigas) para nosotros, y una tortilla para la niña. Menudo episodio curioso y gracioso ver comer por primera vez sola a la enana que acabó con la tortilla esparcida por todos lados.

Pero nuestro espectáculo no acabó aquí. Como en casi todos los establecimientos croatas, en este, tampoco aceptan tarjetas de crédito, así que hubo que ir al hotel a por dinero en metálico para pagar la cena, y eso que el camarero se empeñó en que pagásemos el día siguiente, le debimos de parecer personas de fiar.

Y aquí termina este agotador día con el que culminamos nuestra estancia en la Riviera de Makarska, mañana nos mudamos de nuevo, nuestro destino final será la entrada al Parque Nacional Krka, cerca de Sibenik, aunque antes pararemos en Split y Trogir. Al menos esos son los planes.



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